El discreto encanto de los pueblos pequeños

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Los trenes que pasan por Playuela rara vez se detienen. Se limitan a hacer sonar sus pitos como una forma de saludo a sus 405 habitantes, los que en realidad se encuentran esparcidos por todo el norte del municipio de Majibacoa.

Unos kilómetros más al sur, la carretera central se extiende como una gigantesca sierpe de asfalto. Los carros que por allí transitan, según el parecer de sus moradores, también parecen ignorarlos. No así el proyecto …por nosotros mismos… , que en la mañana del pasado domingo, irrumpió en la aparente modorra en que parecen sumergidos los pueblos pequeños.

Pero tal calma es solo una ilusión óptica. Solo hay que mirar bien, incluso si nos pusiéramos profundos podríamos decir que con los ojos que se necesitan para notar las cosas esenciales.

Como la corriente del río Naranjo, como los conductores que pasan por la carretera, como los trenes amarillos que van a buscar o traer caña para el central, el drama, los acontecimientos excepcionales, nunca se habían detenido en Playuela. Con una excepción, o mejor dicho, con dos.

De la primera, el colega Juan Morales Agüero y yo buscamos a alguien ya de edad y “nativo” de la zona que nos la confirmara. Lamentablemente, no encontramos a nadie.

Sin embargo, se las cuento.

La historia es sencilla, e incluso algo morbosa. Cuentan que en esta por estos lares no había un cementerio. Los familiares de los fallecidos tenían que trasladarse hasta los vecinos Gastón o Calixto para darle sepultura a sus seres queridos. Es aquí cuando un miembro de la comunidad se da a la tarea de construir un camposanto. Después de muchas vicisitudes (esta frase no podía faltar) dicha persona logró cumplir con su cometido. Lo realmente irónico es que él sería el primero en estrenarlo pues falleció al día siguiente.

Por suerte, Playuela no heredó este sesgo trágico. Uno de sus amuletos es la misma Historia, puesto que en sus inmediaciones se efectuó un importante combate durante la Guerra de los Diez Años en el que las tropas cubanas estuvieron comandadas por el Mayor General Vicente García González. Esta es a mi entender la segunda excepción.

Es este el verdadero espíritu que distingue a sus pobladores, el que los lleva hoy, con el delegado y su grupo de trabajo a la cabeza, a enfrentarse, hasta donde le es posible, a los problemas que los afectan.

Ahí están para corroborarlo el consultorio del Médico de la familia, reparado gracias a la ayuda de la UBPC de la localidad, la que valga la disgresión, posee una brigada de macheteros millonarios en la presente zafra azucarera, la cual aportó más de cuatro mil pesos para dicha rehabilitación.

O la escuela primaria Agustín Mayedo Carbonel, la que con sus 42 alumnos y el trabajo del claustro profesores, hoy es el principal centro cultural de la comunidad.

Pero quizás su mayor tesoro está en la juventud que posee. Mientras en otros lugares los de menos edad piensan en irse de allí, cuando hay escuelas que se ven amenazadas con cerrar sus puertas por baja matrícula, Playuela reboza de rostros imberbes, de vigor adolescente. Incluso, no son pocas las madres jóvenes en momentos en que la tendencia en el país es la inversa.

Siempre habrá molinos contra los que partir lanzas y que aquí toman la forma de la falta de un transporte estable para el traslado de los playueleños, para lo cual, según se dijo,  se analizan las posibles soluciones.

El resto no es muy diferente a las virtudes y carencias de cualquier pueblo pequeño, el que discretamente, al contrario de los trenes amarillos que rompen con sus pitidos la a veces pasmosa calma de sus sabanas azarosas, se te va quedando impregnado en la memoria.

Al regreso, vas dejando detrás el ancho cielo y el susurro de las voces del viento en las cañas encorvadas.